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Perder a una madre

Antonia, más allá del talento que la convirtió en la agente europea más importante de este primer cuarto de siglo, era un ser humano dulce y excepcional

Muere Antonia Kerrigan, la gran agente literaria

Juan Gómez-Jurado

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Hablé con Antonia Kerrigan en mayo de 2005. Yo tenía veintisiete y acaba de empezar el borrador de la que sería mi primera novela publicada. Cuando llevaba 75 páginas, y llevado de un impulso, metí el PDF en un email, se lo mandé con unas breves líneas y me preparé para el rechazo o la ausencia de respuesta, que es la tónica habitual en estos casos.

Tres cuartos de hora después —les juro que es real el lapso—, sonó mi teléfono móvil. Era Antonia Kerrigan. La todopoderosa agente literaria, la artífice del megaéxito internacional de Carlos Ruiz Zafón y Javier Sierra, se presentó con un «Hola, soy Antonia». La mayor sencillez del mundo, acorde a su personalidad, llana y sin dobleces. Me dijo que había leído esas páginas y que si podía mandarle más. «No hay más», respondí, asombrado. «No creí que fueras a responderme tan pronto. No esperaba, de hecho, recibir respuesta».

Antonia rio, quitándole hierro a la situación. «Me llegó tu email, lo abrí, leí la primera página del manuscrito y ya no pude soltarlo».

«Yo pensaba que no os leíais lo que se os mandaba».

«Qué va. Siempre leemos al menos una página».

Al menos una página. Ese entusiasmo concienzudo del zahorí es lo que transmitía Antonia. Era tranquila, como uno de esos lagos de la Escocia de sus ancestros. Pero debajo del hielo de sus ojos había corrientes peligrosas. Cuando se sentaba con una editora negociar un contrato, la editora se frotaba el brazo por anticipado, porque sabía que se lo iba a retorcer. Antonia lo hacía con el convencimiento firme de el manuscrito en cuestión era el Santo Grial, la Gioconda y la Sábana Santa, todo en uno. Cada vez. Y, cada vez, exigía por ello todo lo que la editora llevara en los bolsillos. Pero siempre por su propio bien. Pregúntenle a Carmen Romero —la que probablemente sea la editora con el presupuesto más alto de España ahora mismo— por Antonia Kerrigan, y te dirá que hoy está huérfana.

Antonia era una ludópata. Echaba las monedas a la máquina de la literatura creyendo que iban a salir las tres fresas. Cada vez. Y eso es imposible, claro. Pero nunca a nadie le salieron las tres fresas tantas veces. Zafón, Sierra, Dueñas, Urturi y un servidor de ustedes. A todos nos catapultó a la fama y a la mayor cantidad de traducciones posible. Desde Alaska a Japón, pasando por todo el continente europeo. Allá donde había una editorial, por pequeño que fuera el país, allá plantaba ella una banderita. «Te he vendido un libro en macedonio», me dijo un día, desayunando una tortilla de patatas espantosa en el bar de Travesera de Gracia que hay debajo de su oficina. Yo no sabía, no sólo que existiese tal idioma, sino que hubiese un país de tal nombre, agazapado entre Serbia, Bulgaria, Albania y Gracia. Ella me dijo una expresión en macedonio que me desconcertó. Licirenje, literalmente «cara de queso». Aquel cuyo amor por la comida se le acaba reflejando en el rostro. Aquel día nació una característica —el amor por las expresiones intraducibles pero llenas de significado— del que quizás sea mi personaje más famoso. Seguro que ustedes adivinarán ahora por qué Antonia Scott se llama así.

Si algo amaba Antonia por encima de los libros y de la comida, por encima de la música y de sus autores, que éramos sus hijos, era tener todas esas cosas juntas. Por Sant Jordi nos invitaba a la escritora Bárbara Montes y a mí a su casa a cenar. Allí, a plena vista del Tibi Dabo, entre decenas de plantas que cuidaba personalmente, nos sacaba fuet, y pescado rico. Y después hablábamos, y bebíamos gin tonics y fumábamos hasta que la prudencia y el amanecer decían que era hora de irse, que si por nosotros fuera juntábamos la cena con la comida. Jamás me sentí más a gusto, más en casa, más completo que en aquellas sobremesas de ocho horas. Antonia, más allá del talento que la convirtió en la agente europea más importante de este primer cuarto de siglo, era un ser humano dulce y excepcional, capaz de hacerte ver luminosa la peor de las situaciones. Y de quitarle hierro al mayor de los triunfos. Para ambas recetas comenzaba la frase con un «Todo saldrá bien» o «Esto está muy bien». Y siempre la concluía con un «vamos abajo a tomar un pincho y así fumo».

Antonia y yo nos vimos por primera vez en persona unos días después de esa primera llamada en el año 2005. En Madrid, en una cafetería. Me puso delante un contrato sencillísimo, de media página. Venía a decir: «Yo te represento desde el día de hoy y hasta que uno de los dos se canse». Huelga decir que eso nunca sucedió. Porque de una madre uno nunca se cansa.

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Sobre el autor Juan Gómez-Jurado

Autor de REINA ROJA y otras seis novelas traducidas a 40 idiomas. Hablo en @Todopoderosos, @aquihaydragones y @SeriotesAXN.

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